viernes, 16 de septiembre de 2016

'ANAMNESIS' DEL ORIGEN

‘ANÁMNESIS DEL ORIGEN’

(Publicado en la revista on line Miscelánea Poliana, leonardopolo.net, (ISSN 1699-2849), 2007, n. 13)


Beginning with our conscience, J. Ratzinger tries to get to the bottom of the truth of he creative origin in an anamnesis. What is more, Leornardo Polo arrives at the same conclusion through transcendental antropology, in his study of understanding the human self. The synderesis  applies to reason, nature, this outcome.


A partir de la conciencia, J. Ratzinger cree encontrar el inicio de la verdad del ser creado en una anámnesis. También Leonardo Polo llega a una conclusión parecida en su antropología trascendental, al estudiar el entenderse íntimo del hombre. La sindéresis aplicará a la naturaleza, mediante la razón, sus resultados.


          Siendo J. Ratzinger cardenal, dictó una conferencia que ha sido recogida como capítulo en dos libros publicados en castellano[1] . Ambos capítulos se titulan de la misma forma: CONCIENCIA Y VERDAD. La conciencia es la norma próxima de moralidad y el hombre debe seguirla. Y sin embargo la conciencia puede errar. Por eso el autor quiere investigar el origen de la verdad
que la inspira, porque lo de menos es que la conciencia pueda errar, lo que más importa es si se puede salir del error y de qué manera. Se trata de ver si se puede mantener la confianza en la verdad. En este artículo, sin embargo, nos centraremos en lo que podríamos llamar “el hallazgo de la verdad primordial”. Dejaremos para otro momento la investigación sobre la conciencia.

          El subjetivismo, el primer enemigo de una verdad válida para siempre, puede presentarse bajo diversas formas. Ratzinger cuenta como se encontró en la vida real por dos veces con afirmaciones subjetivas. He aquí, con sus propias palabras, la primera: “Una vez, un colega más anciano, muy interesado en la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, opinaba en una discusión que había que dar gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres la posibilidad de ser no creyentes en buena conciencia. Si se les hubiera abierto los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces, en un mundo como el nuestro, de llevar el peso de la fe y sus deberes morales. Sin embargo, y puesto que recorren un camino diferente en buena conciencia, pueden igualmente alcanzar la salvación”[2].

          Comenta Ratzinger que lo primero que le extrañó fue la afirmación de que Dios se valiese de una estratagema para salvar a los hombres. La gracia que les otorgaba consistía en hacerles permanecer con la mente velada, para que la fe y la verdad no estorbasen en ellos el proceso salvífico. Del mismo modo, según este planteamiento, la alegría y el optimismo provendrían de los gozos de los bienes de este mundo y de la despreocupación ante los temas morales, mientras que la fe y la consideración de las verdades solo traerían consigo problemas y preocupaciones. A Ratzinger le parecía que aquella opinión de su compañero desfiguraba la verdadera naturaleza de la fe y de la felicidad.

       Del mismo modo presentaba la salvación de forma arbitraria, lo mismo que la respuesta del hombre a Dios. El juicio filosófico que a Ratzinger le merece nos parece sumamente interesante: “La conciencia no es –en este caso- la apertura del hombre hacia el fundamento de su ser”[3]. Es decir, el ser no es la fuente de la verdad, ni la verdad la de la conciencia.

       La segunda anécdota abunda sobre lo mismo. En otra reunión informal con dos colegas de universidad, uno de ellos afirmó que los nazis de la SS, y personajes históricos similares, realizaron acciones horrorosas llevados, quizás, por una firme conciencia errónea, por lo que podrían ser personas inocentes a los ojos de Dios, e incluso estar disfrutando en el paraíso. Esto le pareció a Ratzinger demasiado. No por el hecho de que pudieran estar ahora gozando del paraíso, si es que se arrepintieron de sus faltas movidos por la gracia, sino precisamente porque la conciencia errónea les había hecho inocentes. Es cierto que, con buena voluntad, una conciencia errónea puede disculpar una conducta, pero no por mucho tiempo. No puede durar porque la verdad, que procede del fondo del ser, aflora, aparece de alguna manera, aunque sea por indicios. Nos cuenta que acudió a la Sagrada Escritura y encontró lo que buscaba en la Carta de san Pablo a los Romanos, capítulo 2, versículos 14-16: en los corazones de todos los hombres, judíos y gentiles, está grabada una misma ley que aparece en ellos y aclara la verdad de sus acciones. La conciencia puede errar, pero también puede rectificar, porque Dios quiere que sea la verdad la conductora de las conductas. Ella hace hombres libres y felices.

      En resumen, ambas anécdotas rechazan por sí solas el subjetivismo. Del lado opuesto, del objetivismo, no dice nada Ratzinger. Más que la verdad objetiva, parece que lo que le interesa es encontrar el origen de la verdad. Cita, como suele ser habitual, a Sócrates y a Jesucristo, puesto que ambos defendieron la verdad hasta la muerte. Aunque la diferencia entre estas dos
personas es enorme, ya los primeros cristianos vieron en Sócrates a un antecesor de Jesucristo.

         Un tema afín a los anteriores es la relación que puede existir entre verdad y autoridad. Parece que la búsqueda de la verdad exige libertad e independencia de criterio. Pero, entonces, ¿cómo puede ser compatible con la obediencia y sujeción a una autoridad? Esta vez Ratzinger acude a una anécdota tomada de la historia, a la respuesta que el cardenal Newman dirigió
a Glastone, duque de Norfolk. El que fue primer ministro de su Majestad había manifestado que la obediencia de los católicos a Roma era signo de una permanente inmadurez. En uno de los párrafos de la carta que Newman le dirigió se encuentra el famoso ejemplo del brindis. Escribía lo siguiente: “Si yo tuviera que llevar la religión a un brindis después de la comida –lo que no es muy oportuno hacer- desde luego brindaría por el Papa. Pero antes por la conciencia, y después por el Papa”[4]

          Ratzinger aprovecha la anécdota para subrayar que el lazo que une la conciencia a la autoridad, según el pensamiento de Newman, no es otro que la verdad. Si la conciencia personal la encuentra, y a la vez entiende que hay una autoridad que tiene como misión defenderla y proclamarla, lo lógico es que se adhiera a esa autoridad y trabaje a su lado. Por tanto, el brindis por el Papa, es decir, por la autoridad a la que uno se somete, está precedido necesariamente por otro brindis a la conciencia, que es también un brindis por la verdad[5]. Pero, queda aún pendiente averiguar de qué modo la conciencia se relaciona con la verdad, y como la verdad se origina en el ser.

La anámnesis: una memoria del origen

         J. Ratzinger ve necesario preguntarse por la fuente de la que brota la verdad. Y, en concreto, cuál es la primera verdad. Quien conozca la historia del pensamiento recordará que esta misma inquietud fue la que llevó a descubrir en la «sindéresis», el hábito que vela por la pureza de la verdad y la mantiene.

         Los pensadores cristianos partieron de la sugerencia de San Jerónimo que afirmaba que, como el águila, la sindéresis (“yo vigilo”), debía mantenerse al margen de la razón y de los sentidos, representados por la figura del hombre, del león y del toro, sobrevolándoles para velar por su funcionamiento, y anunciando a través de la conciencia cualquier error, de modo que pronto
pudiese restablecerse una conducta de acuerdo con la verdad. El maestro Rufino o Pedro Lombardo, autores del siglo XII, llamaron a la sindéresis «luz de la conciencia», scintilla animae, «luz superior de la razón». Felipe el Canciller, en el siglo XIII, consideraba que era el «fondo de rectitud» que hay en el interior del hombre y del que brotan sus pensamientos o con el que hay que relacionarlos. Juan de Fidenze, San Buenaventura, la llamaba naturale iudicatorium, o naturale quoddam pondus, según se considerase la acción de la sindéresis en el intelecto o en la voluntad. Tomás de Aquino, además de sumarse a las opiniones anteriores, dirá que la sindéresis es el hábito de los primeros principios de la ley natural[6]. Una ley constante, universal, orientadora, presente en todo juicio particular y en todo intento de redactar una ley positiva.

         Sin embargo, Ratzinger prefiere dejar de lado el término sindéresis y la temática histórica que arrastra por las siguientes razones: “El término sindéresis llegó a la tradición medieval sobre la conciencia desde la doctrina estoica del microcosmos. Pero no quedó claro su significado exacto y así llegó a ser un obstáculo para un esmerado desarrollo de la reflexión sobre este aspecto esencial de la cuestión global acerca de la conciencia. Quisiera por eso, sin entrar en el debate sobre la historia del pensamiento, sustituir este término problemático por el concepto platónico, mucho más claramente definido, de anamnesis, el cual no solo tiene la ventaja de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más puro, sino que concuerda con temas esenciales del pensamiento bíblico y con toda la antropología desarrollada a partir de la Biblia”. Cita Ratzinger a su favor el pasaje de S. Pablo a los Romanos al que ya hicimos referencia anteriormente, y a San Basilio y san Agustín. Aduce algunos pasajes de estos autores en los que se subraya la continuidad entre la Revelación de la verdad que Dios hace al hombre, y la verdad que el hombre encuentra por sí mismo y en sí mismo, en el ser y en su ser. Los mandamientos, según ellos, son entregados por Dios al hombre, pero no como  un sobreañadido ajeno a su ser, sino más bien como una aclaración del mismo.

         Si el hombre puede aceptarlos es porque reconoce en ellos el eco de su propio ser. Veamos las palabras explicativas de Ratzinger: “Esto significa que el primer nivel ontológico, llamémoslo así, del fenómeno de la conciencia, consiste en que ha sido infundido en nosotros como una memoria originaria acerca del bien y de lo verdadero (las dos realidades coinciden); que hay una tendencia íntima del ser del hombre, hecho a imagen de Dios, hacia todo lo que es conforme a Dios. Desde su raíz, el ser del hombre advierte una armonía con algunas cosas y se encuentra en contradicción con otras. Esta anamnesis del origen, que deriva del hecho de que nuestro ser está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de contenidos que están esperando sólo a que los saquen. Es, por decirlo así, un sentimiento interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que quien es interpelado, si no está interiormente replegado en sí mismo, es capaz de reconocer dentro de sí su eco. Él se da cuenta: «Esto es a lo que propende mi naturaleza y lo que ella busca»”[7] (7).

            Poco más adelante se refiere a la “anamnesis del Creador, que se identifica con el fundamento mismo de nuestra existencia”. Con otras palabras, el inicio de la verdad que puede alcanzar el hombre es el acto de ser. El acto de la creación, su existencia misma, es la fuente de la verdad de la que goza.

        Retengamos algunas de las expresiones empleadas por Ratzinger: «anamnesis del origen», «anamnesis del Creador». Y también que: «esta anamnesis del origen, ... deriva de que nuestro ser está constituido a semejanza de Dios». En todas estas expresiones pone el término anámnesis en relación con el acto, es una memoria del acto original o acto de existir. En otras
ocasiones habla de memoria de la verdad o del bien. No nos hemos de extrañar que este modo de hablar sobre la anámnesis fluctúe entre lo formal y el acto de ser. Nos parece que está queriéndonos transmitir más una intuición, que un estudio directo y acabado sobre un tema que es estrictamente filosófico. Por eso, creemos que podemos quedarnos con las frases que destacan la importancia del acto. Según otro autor, Leonardo Polo, veremos claramente las
consecuencias.

El entender personal humano según Leonardo Polo

          Polo no accede al origen de la verdad desde la conciencia. Su planteamiento no es ético sino gnoseológico y antropológico. Y, solo después, los resultados a los que llega nos permitirán reorientar la ética y el tema de la conciencia. Por ello, forzosamente hemos de hacer referencia a toda su obra, aunque lo hagamos telegráficamente. Nos limitaremos a señalar los hitos que le llevaron hasta el origen del ser y de la verdad, y el uso que ha dado al término
sindéresis, rescatándolo del olvido en que últimamente se le tenía en la filosofía tradicional. Como habían visto los medievales, y Tomás de Aquino, resulta fundamental para entender la filosofía práctica y la ética[8].

El conocimiento humano y su límite[9].- Polo acepta la explicación aristotélica sobre la abstracción, que es el inicio del conocimiento formal a través de los sentidos. También su doctrina sobre el intelecto agente, aquel acto que hace inteligible la especie sensible y pone en acto la potencia intelectual. Pero, enseguida detiene su atención ante el objeto conseguido.
      
         Todos los filósofos, antiguos y modernos, han elaborado sus sistemas a partir de los objetos. Unos han considerado que eran copia de la forma de los seres reales; otros, que eran simplemente aspectos de ella; otros, que el objeto no tiene mucho que ver con la cosa, sino que es construido por una estructura propia de la mente, etc. La ciencia mantiene la veracidad de los resultados obtenidos mediante la experimentación, aunque entiende que debe proseguirlos para llegar a algún resultado más satisfactorio, que por lo demás también se debe proseguir investigando. En definitiva, es frecuente encontrar opiniones acerca de que nuestro conocimiento es limitado. Polo se suma a esta corriente, pero dirige su investigación por un derrotero original. Siguiendo la tesis aristotélico-tomista de que el acto es anterior a la potencia, propone examinar a fondo el acto por el que se conocen los objetos, puesto que si estos son limitados será porque también lo son los actos que los captan. 

           Esta investigación es novedosa, por la sencilla razón de que si hasta ahora solo se ha explicado el conocimiento abstractivo de formas, no se sabía como llegar al conocimiento de los actos. Es un problema del que se ha venido ocupando la filosofía tomista desde que C. Fabro, E. Gilson y algunos otros descubrieron la importancia del actus essendi en la obra de Tomás de Aquino.

          Podríamos resumir el parecer de Polo en dos tesis: primera, que el acto que nos interesa conocer no es ni la entelécheia ni la enérgeia aristotélicas, sino el actus essendi propuesto por Tomás de Aquino. Segunda, que este acto es conocido mediante un hábito intelectual humano dependiente del intelecto agente, que es el hábito de los primeros principios, entendiéndolos como principios existenciales[10]. De la misma manera, también otro hábito conoce el acto que capta el objeto: el acto y su captación del objeto[11].

         El primer acto de conocimiento abstractivo es, según Polo, el acto de conciencia[12] (ya advierte que no tiene nada que ver con la conciencia moral), que es paradigmático. Ocurre en todos los conocimientos pero en este, que podemos llamar primero por su carácter ejemplar, acto y objeto se conmesuran mutuamente, y además se conoce que se da tal conmesuración.

             Podríamos decir que se da tanto de acto y tanto de objeto, y viceversa. Y, ¿qué objeto puede ilustrar de manera adecuada esta conmesuración? Siguiendo las sugerencias de un prestigioso matemático Polo afirma que se trata de la circunferencia. Esta figura geométrica representa la unicidad, es decir, la igualdad en el cambio, la no-diferencia, la mismidad. Se puede volver sobre ella una y otra vez sin que su conocimiento experimente cambio alguno. Polo subraya que este conocimiento de la conciencia es intelectual, por lo que hay que evitar imaginarla vinculada al espacio y al tiempo, como ocurre cuando la dibujamos. Pues bien, este acto intelectual cumple todos los requisitos para significar la perfecta adecuación, o conmesuración, del acto con el objeto (uno mide al otro), de la que toma cumplida «conciencia», y de ahí el nombre.

          Según Polo, “la primera operación intelectual ha de establecer la índole de la posesión objetiva”[13]. «Tanto acto cuanto objeto», expresaría el límite de esa posesión. Hay conocimiento, lo cual supone un gran logro; pero ese conocimiento es limitado, como indica la adecuación objeto-acto. Si, además, el conocimiento puede proseguir y alcanzar nuevos objetos, o ampliar el conocido, será debido a las posibilidades que otorga otro acto, no el anterior. Porque el acto abstractivo es siempre perfecto, acabado, limitado. Se suele llamar «intencional» porque detiene la atención en el objeto que representa a la cosa.

             La limitación de acto y objeto nos advierte de que las grandes construcciones idealistas no nos hacen avanzar. Y que, no teniendo más que conocimiento de objetos, no se puede plantear una relación entre objetos y sujeto, porque el llamado sujeto no será sino otro objeto, como el anterior. Todo ello nos lleva a afirmar que el conocimiento abstractivo no puede ser el único modo de conocer que el hombre posee. Ese otro acto al que nos hemos referido, y que hace
avanzar el conocimiento humano, es el propio ser del hombre[14], a través del trascendental entender.

Los trascendentales humanos.- Una vez abierto el camino que nos lleva a comprender de qué manera se conocen los actos, puede lograrse una mejor comprensión de los trascendentales clásicos y abordar, por coherencia, el tema de los trascendentales humanos. De este modo, en el primer tomo de su Antropología trascendental[15], Polo propone ampliar el número de los
trascendentales, de modo que a los metafísicos le sigan los antropológicos. Y es que si la Metafísica plantea, desde la época medieval, la necesidad de tratar la verdad y el bien como trascendentales convertibles con el ser, dado que están sobre toda categoría, está claro que habría que investigar los actos de conocimiento con que son conocidos, que deberán ser trascendentales como ellos. El estudio de estos actos los aborda Polo en su Antropología trascendental. Al no llevar el nombre de Antropología incorporada ningún alusión a la trascendencia, como le ocurre a la Metafísica, hay que añadírselo.

              La verdad y el bien son conocidos mediante los actos trascendentales que podemos llamar «entender» y «amar», que serán convertibles con el ser personal humano[16]. Pero se pueden enumerar otros trascendentales personales como el de «co-existir», porque el ser humano coexiste con otros seres; y, asimismo, «ser libertad». Los infinitivos indican mejor la proyección
ilimitada de estos actos. Por el momento nos interesa centrar la atención en el trascendental entender.

 Los hábitos innatos.- La actividad propia del entender personal humano llega a su naturaleza habitualmente a través de actos que son algo innato al hombre, aunque lógicamente nacen con él. Se les llama así para diferenciarlos de los adquiridos. Estos son innatos, pero han de dominar la naturaleza para hacerse efectivos, como puede advertirse en los niños, que han
de dominar sus miembros para mantenerse de pie, aprehender cosas o empezar a hablar o a pensar.

             Hay tres hábitos innatos, a saber: el de «los primeros principios existenciales», del que hemos hablado, el de «sabiduría» y el de «sindéresis». El primero capta los diversos actos de ser que existen. El segundo, según Aristóteles y Tomás de Aquino, entiende las realidades más altas, que para Polo son los distintos seres personales. El tercero es el de sindéresis (“yo vigilo”),
con el que terminaremos este artículo.

 El tema propio del entender trascendental humano.- La persona humana no solo se inclina a conocer lo que es inferior al hombre, aún cuando sea apremiante para poder subsistir, sino que su tema propio -y también urgente, porque ha de servirle para orientar sus actos-, es averiguar quién es él mismo, para que pueda dar sentido a su existencia. Tan propio es este tema al hombre, que le ha dado múltiples respuestas a lo largo de la historia, muchas veces desacertadas. Hasta que un cierto cansancio ha terminado por relativizar el tema o abandonarlo. Polo lo afronta: quién soy yo y qué he de hacer. Agustín de Hipona fue un experimentado buscador de respuesta para estas preguntas.

                Conviene insistir que en estos momentos el hombre no investiga su naturaleza, cosa que ya hace mediante la ciencia, sino su mismo acto de ser, su existencia. Y lo que vislumbra, fijando la atención en su interior, es que su acto de ser le ha sido dado, es un don, inmerecido –porque no hay méritos previos-, pero cierto. Conlleva que Quien lo ha dado conoce a la persona –cada persona es consecuencia de un don particular-, y la ama. Por recibir ese don, el hombre puede llamarse hijo. Polo ha insistido en que el carácter radical del hombre es su filiación: que es hijo[17] (17).
    
              ¿Este conocimiento es debido a una anámnesis? ¿Es una memoria del pasado? No es fácil que una persona se acuerde del momento en que se le otorga el acto de ser. En todo caso, el día de su nacimiento queda como un dato temporal, con el que puede contar la historia, pero no se trata ahora de eso. Propiamente, al conocimiento del don no se le puede llamar memoria, o
recuerdo, porque el conocimiento del origen proviene de la consideración atenta, íntima, del propio acto de ser. Su acto es un don creado. Sus padres no son los donadores de su ser. En todo caso le han dado la vida al aportar la causa material, pero ninguna más, porque las demás advienen al serle concedido el don de existir. Por tanto, no parece que inicialmente pueda hablarse de una anámnesis. A menos que se conceda a este término el conocimiento del don y, secundariamente, su recuerdo, indudablemente conveniente.

                 Pero, aún hay otra pregunta por hacer: ¿el hombre recibe el don de ser para hacer qué? En otras palabras, ¿cuál es su último fin? Habrá que responder que, con toda coherencia, si su inicio es un don, el sentido del don debe estar en Quien se lo ha dado. En el hombre lo que encontramos es la necesidad de «preguntarse» por su fin, y la respuesta se la da su origen.

             Origen y fin le enseñan su clara relación con Dios. Apartarse de Él es condenarse a la ignorancia. Esta relación no le quita libertad, sino todo lo contrario: porque es libre, libremente pregunta por el sentido; para poder responder con sus actos, de nuevo, libremente. El hábito de sabiduría, que hemos dicho que conoce la diversidad de personas que existen, es necesario para aclarar la relación que hemos de tener con el mundo creado, con los
hombres y con las personas divinas.


 Anámnasis y sindéresis

             J. Ratzinger ha advertido recientemente, ya como Benedicto XVI, que la verdad no es simplemente una idea que el hombre busca, sino una realidad personal que ama y que quiere comunicarse a los hombres[18]. Del triple ser de la divinidad brota el Verbo como expresión de su verdad. De modo analógico, del ser del hombre ha de partir toda la verdad que pueda decirse sobre él[19]. La primera de ellas, ya hemos visto, que es creado. La primera verdad es vestigio de su origen. Es algo que el hombre encuentra en su propio ser, no lo inventa arbitrariamente, no lo interpreta, no lo imagina, no lo manipula. Como tampoco puede distorsionarlo ningún acontecer de la historia, porque será posterior al don primordial: es el caso del pecado original.

              Tampoco lo que el hombre haga. Las acciones del hombre acontecen en la historia y le acompañan a modo de biografía, pero no pertenecen a su acto de ser que, por ser primordial, las hace posibles[20]. Concluimos, pues, que la primera verdad que puede extraerse de su ser es, de modo irreprochable, que ha sido creado.

                   El ser humano hace humana su naturaleza gracias a la transmisión habitual de sí mismo –y de sus trascendentales-, que le otorga mediante la sindéresis[21] . Que la sindéresis es un hábito, fue algo bien ponderado en la tradición medieval, en la que queda incluido el propio Tomás de Aquino gracias a sus excelentes estudios que podemos encontrar en sus Tratados de las Sentencias y sobre la Verdad, y la Suma Teológica[22]. Como colofón añade este autor, con rotundidad, que la sindéresis es la luz que impulsa y orienta habitualmente a la naturaleza facilitándoles los principios de ley natural, que la razón recibe y elabora, presentándolos ordenadamente a todos los hombres, a la sociedad, a todos los pueblos. Se suele decir que este impulso de la sindéresis a la naturaleza se formula de la siguiente forma: haz el bien y evita el mal. Si nos atenemos a la preeminencia del acto diremos, con Leonardo Polo, que el primer impulso se expresa en la primera parte del adagio: haz el bien, haz[23] . Y, además de ese envite a participar de la alegría de la vida, la sindéresis transfiere a la razón los primeros principios de la ley natural, de los que hemos ya hablado.

                     Pero, ¿de dónde proceden estos principios de ley natural? Proceden de la verdad extraída del acto de ser creado[24] y se expanden, después, y gracias a la razón, como principios formales ordenados, que esclarecen el cometido de una naturaleza verdaderamente humana, esto es, de una naturaleza dúctil al ser de la persona. Si esto es así -como nos parece-, la ley que se llama natural, no procede de la naturaleza, como algunos creen, sino del ser personal, que la proyecta en la naturaleza a través de los actos repetidos del hábito de sindéresis. En definitiva, se puede decir que el nombre de ley natural es correcto, porque será la razón la que la aplique a la naturaleza y, esta, a la vida familiar y social, a la práctica de la vida cotidiana.

                      Y, ¿cuáles serán estos principios o verdades formales que la razón entiende recibidos de la sindéresis? Merecen un detenido estudio, pero no lo vamos a hacer aquí, y por eso tan solo los indicaremos rápidamente: que soy radicalmente hijo, porque he recibido el don de existir; que por eso mismo puedo adivinar que soy expresamente querido, es decir, amado; que todo ello
merece un reconocimiento agradecido por mi parte hacia mi Creador; que también los demás hombres son hijos queridos, como yo, y por tanto puedo y debo llamarlos hermanos; que el ambiente que debe reinar entre nosotros, en la tierra, es un ambiente que debe inspirarse en el acto originario de amor; que especialmente debe manifestarse con los propios progenitores; que nadie debe producir un daño físico ó moral a nadie; que la comunicación entre los hombres debe estar regida por la veracidad; que debe respetarse la propiedad necesaria para sobrevivir uno mismo y su familia; que debe cuidarse de los menos afortunados, ya sea por enfermedad, por ignorancia o por infortunio; etc., etc.

                       No es difícil entrever en estos puntos, entresacados del acto de ser original del hombre, los diez Mandamientos, como intuyeron Pablo de Tarso y los Padres de la Iglesia. En el corazón del hombre reside habitualmente el impulso que lleva a proyectar en la vida ordinaria la ley natural[25].

                ¿Podemos hablar, entonces, de una anámnesis? Al degranar la razón el envite de la sindéresis, se ve más fácilmente el contenido formal que lleva consigo todo acto, y que se hace más palpable en la vida temporal. Pero insistimos: es necesario que la anámnesis o memoria se refiera al acto original, no a su aparición en el tiempo, sino a la donación del acto que hace posible que exista en la vida temporal. Es un requisito filosófico necesario. Que ese acto traiga consigo ideas y realidades formales, que haremos muy bien en recordar, es otra cosa. En todo caso nos parece que la intuición expresada por Ratzinger mediante ese término no es desacertada, porque repetidamente el autor mismo alude a que quiere llegar al acto primordial humano, a la verdad original. De todas formas, está claro que hay que reconducir el término para que adquiera toda su profundidad y no llame a engaño. En definitiva, nos parece que Leonardo Polo tematiza y encauza filosóficamente la intuición -que llamaríamos teológica, aunque refrendada con alguna frase filosófica acertada-, de Joseph Ratzinger.

Francisco Molina
Doctor en Filosofía




[1] Ha sido publicado en dos obras diferentes: La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Ed.
San Pablo, Madrid 1992, 2 edición, traducción de Eloy Requena Calvo de la edición italiana
publicada en Milán en 1991. El capítulo sobre la conciencia es el último, el número 6. En el
Preámbulo del libro el propio autor afirma que el texto corresponde a una conferencia que dictó en dos ocasiones, la primera en Dallas (USA) y la segunda en Siena. No indica la fecha de
ninguna de ellas, pero sí las de todas las que le acompañan en la edición, que corresponden al
año 1990. Tampoco sabemos si hubo una previa edición alemana. En el artículo citaremos esta
edición.
La segunda obra en la que fue publicada se titula Ser cristiano en la era neopagana, Ed.
Encuentro, Madrid 1995. El texto difiere alguna vez del anterior, aunque sobre todo en estilo.
No se cita al traductor, aunque se indica que la edición y las introducciones se deben a José
Luís Restán. En esta ocasión, la conferencia mantiene el mismo título y ocupa el capítulo 2. En
la Introducción al capítulo se dice que fue publicada en 30 D (revista 30 Días) en 1991, sin
indicar el mes.
[2] Ser cristiano, 31.
[3] Ibíd. 33.
[4] Ibíd. 38.
[5] “Para Newman el término medio que asegura la conexión entre los dos elementos de la
conciencia y de la autoridad es la verdad. No dudo en afirmar que la idea de verdad es la idea
central de la concepción intelectual de Newman; la conciencia ocupa un lugar central en su
pensamiento precisamente porque en el centro está la verdad”. Ibíd. 38
[6] Vid. F. MOLINA, La sinderesis, Cuaderno de Anuario Filosófico n. 82, Servicio de Publicaciones
de la Universidad de Navarra, Pamplona 1999, 10-28.

[7] En Ser cristiano no se ha acentuado la palabra anamnesis, cosa que sí se ha hecho en
la otra obra, La Iglesia.
[8] Su obra completa está citada en diversos lugares. Está al día la bibliografía de Polo y de
estudios sobre Polo en www.leonardopolo.net
[9] La explicación de los párrafos siguientes se puede encontrar en L. POLO, Curso de teoría del
conocimiento ,tomo II, Eunsa Pamplona 1989, 194, 196-7, 225, 227, 233, 234-5, 237-8, 248,
251.

[10] Ambas tesis son propuestas detenidamente en L. POLO, Nominalismo, idealismo, realismo,
Eunsa 1997, 171-188. En estas páginas reconoce que, inspirado en sugerencias unas veces de
Aristóteles y otras de Tomás de Aquino, o de ambos a la vez, las propone para salir del impasse
en el que se encuentra tanto la filosofía tradicional como la moderna.
[11] En la filosofía tradicional se decía que los hábitos adquiridos daban cuenta de la operación.
Aquí decimos que los hábitos intelectuales conocen los actos y lo conocido por los actos, es
decir, los resultados formales obtenidos en la operación.
[12] “Tesis: la conciencia intelectual es la primera operación intelectual. Esta tesis no es
estrictamente tomista y difiere del tratamiento aristotélico del tema. Sin embargo, sus
antecedentes griegos son muy llamativos.” Curso de teoría, II, 234.
[13] Ibid., 235.
[14] L. POLO, El ser (I). La existencia extramental, Universidad de Navarra, 1965.
[15] L. POLO, Antropología trascendental. Tomo I. La persona humana, Parte 1ª. Eunsa,
Pamplona 1999.
[16] En Curso de Teoría, I, 233 y 234, Polo escribe, entre otras frases, que “el acto que
corresponde al conocer es el acto de ser”. Lo repetirá en otros lugares, cada vez con mayor
profusión conforme el tema lo vaya haciendo necesario. En Antropología trascendental, I, es un tema recurrente.

[17] Lo ha hecho últimamente en Educar para crecer, Rialp, 2006. Esta afirmación choca de
frente con la tesis moderna que rechaza la filiación: el hombre está en manos de sí mismo,
busca su identidad, se realiza como quiere.
[18] BENEDICTO XVI, Enccíclica Deus caritas est, 25.XII.2005, 10. Adviértase la reconversión del
trascendental verdad, en Dios, al ser.
[19] Ratzinger tenía razón, la conciencia verdadera tiene que ver con el ser. Vid. sus palabras
citadas en p. 2, y nota 3.
[20] Es una notable confusión la de quien identifica el hacer y el ser del hombre, diciendo que el
hombre es sus obras, o que su identidad la marca con lo que quiere llegar a hacer. No, aunque
no logre realizar las obras que se ha propuesto, o aunque su obras no sean buenas, el hombre
no pierde la dignidad de su ser.
[21] Como Ratzinger adivinaba, no es correcto ocuparse de la sindéresis en el camino ascendente
que busca el origen del hombre y de la verdad. La tradición la ha visto siempre como un
principio práctico, habitual, descendente, desde el hallazgo de los principios a la naturaleza y a
la actuación temporal.                  
[22] Vid. nota 6.
[23] L. POLO, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial, Madrid
1996, 161. La llegada de este acto a la naturaleza, en concreto a través de la razón, es la que
incita a que la verdad moral sea expresada por ella. Así lo indica por dos veces Juan Pablo II en
la encíclica Veritatis Splendor, n. 12, con dos citas de Santo Tomás de Aquino: la primera vez
recoge S.Th. I-II, 91, 2; la segunda, In duo praecept caritatis et in decem legis praecepta.  Prologus, Opuscula theologica II, n. 1129. En ambas se dice que la participación de la ley divina en el hombre se realiza por la vía del acto, no por la vía formal. Cuestión clave para entender  todo este asunto por la vía metafísica y antropológica más profunda. Cfr. F. MOLINA, “El principio de ley natural y sus principios”, artículo publicado en Miscelánea Poliana n. 9, revista en red, www.leonardopolo.net
[24] “No es la misma cosa algo que se hace y aquello con que se hace ... Así pues, como el
hábito pertenece al orden de los medios de acción, es imposible que una ley sea hábito propia y esencialmente hablando ... En segundo lugar, puede llamarse hábito al contenido de un hábito, como cuando se llama fe a lo que se admite por la fe. Y como los preceptos de la ley natural a veces son considerados en acto por la razón y a veces están en la razón sólo de manera habitual, en función de esto último puede decirse que la ley natural es un hábito” I-II, 94, 1. En resumen, la sindéresis es hábito por la vía del acto, y contiene habitualmente los principios de ley natural que transmite a la razón.
[25] S. PABLO, Epístola a los Romanos, 2, 14-16. También san Basilio y san Agustín, citados por
Ratzinger, Ser cristianos, 43-46.

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