El principio de la ley natural y sus principios, 2006
(Publicado en la Revista on line Miscelánea Poliana, (ISSN 1699-2849), leonardopolo.net, 2006, nº 9)
¿Es la ley natural principio, o ha de tener ella misma un
principio previo? A esta pregunta trata de responder este trabajo.
A la hora de actuar, parece conveniente que contemos con un punto de partida, un principio, sólido. Tomás de Aquino lo expresó de esta manera: “De ahí que, en las obras humanas, para haber alguna rectitud, sea conveniente hallar algún principio permanente que tenga inmutable rectitud, para que todas las obras humanas sean examinadas, de tal manera que aquel principio de modo permanente resista todo mal y asienta a todo bien: y este principio es la sindéresis”1. Ahora bien, la sindéresis es principio de principios, porque se la considera un hábito que contiene los preceptos de la ley natural2. Si decimos que la ley natural impulsa, nos estamos refiriendo a la sindéresis como hábito. Si tenemos en cuenta que ese impulso no es ciego sino orientador, nos referimos entonces a los contenidos formales del hábito que como impulso conlleva3. El impulso o ha de ser un acto o provenir de un acto. Los contenidos formales son distintos realmente de él, aunque siempre deban sustentarse en él. De la normatividad de los contenidos se ocupa la ética; mientras que la actividad es estudiada por la metafísica o por una antropología trascendental. Tomás de Aquino situaba el hábito en el intelecto posible, aunque lo vinculaba a la iluminación y actividad del intelecto agente4. De esta manera culminaba una investigación que se había iniciado nueve siglos antes.
Sin embargo, al escribir su Comentario a la Ética a Nicómaco, ignoró todo cuanto había escrito sobre la sindéresis. Ni siquiera la nombra, a pesar de que se le ofrecía una ocasión magnífica para presentarla como aportación propia al texto de Aristóteles. ¿Qué podía haber ocurrido? No lo sabemos.
Posiblemente, como ya hemos indicado en otro lugar5, que no resolvió la relación existente entre el hábito de los primeros principios especulativos y el hábito de los primeros principios prácticos (la sindéresis), a pesar de que él mismo apuntaba la solución: que ambos procedían del intelecto agente6. Quizás juzgó que con el primer hábito, el de los primeros principios, bastaba para explicar la acción teórica y la práctica. Es decir, que la verdad indica el bien7.
Pero el destronamiento de la sindéresis ha tenido más consecuencias de lo que pudo parecer en un primer momento. Por lo pronto, con ella se ha abandonado un camino de investigación que iba dando sus frutos; pero, además, ha dejado desasistidos a los principios de la ley natural. Ya no se sabe de dónde proceden ni quién los soporta. Algunos sugieren que pertenecen a la naturaleza o a la razón. Lo examinaremos enseguida. De todas formas, sigue el clamor de los que propugnan que esos principios comunes son necesarios para la convivencia fundada en la justicia. Pero si se duda de su origen, se acaba dudando de su estructura y de su misma existencia. Y si se dejaran de tener en cuenta, volveríamos al empirismo, a los pactos particulares, a corto plazo, aquí y ahora, como único modo de controlar la contraposición de fuerzas que suelen desatarse en toda sociedad. Pero ya sabemos que en esta situación los pactos duran poco tiempo, justo el que necesita otra fuerza mayor para romperlos. De este modo, lo único que queda en común a todos los hombres es un principio de desorden: la irracionalidad.
Posibles procedencias de los principios de la ley natural
Se ha afirmado muchas veces, con acierto, que la ley «natural» debe tener relación con la naturaleza humana. Nada más propio8. Pero el término naturaleza ha sido entendido de varias maneras. En primer lugar, se ha considerado como naturaleza física u orgánica. La ciencia comenzó buscando en ella regularidades que hicieran posible encontrar unas leyes universales y constantes, y por tanto necesarias. De otro modo, no se podría construir la ciencia y la realidad sería un enigma indescifrable. Pero se ha logrado penetrar los secretos de la naturaleza y encontrar sus leyes inmutables. De ahí que hablar de ciencia sea tanto como aceptar un determinismo en la naturaleza. El hombre en parte pertenece a ella y está sometido a sus leyes pero, por otra parte, puede conculcarlas debido a su libertad. ¿Cómo salvar esta paradoja?
Baruc Spinoza proponía como solución que el hombre conociese esas leyes necesarias y las siguiese libremente. Ahora bien, ¿qué pasa si el hombre no sigue esas leyes: se produce un caos permanente, el orden anterior acaba por absorber el caos, o simplemente se puede construir un nuevo orden? No había entonces respuesta para tanta posibilidad. Ni siquiera Willhem Dilthey, que estuvo tan acertado al distinguir entre naturaleza y espíritu, era capaz de entender que una única naturaleza humana pudiese promover más de una cultura. Pero, dejemos a un lado la antropología y la reciente temática de la teoría de la ciencia. Nos basta con dejar constancia de que este modo de pensar no entiende el aspecto afirmativo y multiplicador de la libertad. Y mucho menos su trascendencia.
Algo parecido ocurre cuando se invocan las «inclinaciones naturales» que, sin constituir la naturaleza humana, brotan de ella. Es indudable que la naturaleza tiene unas inclinaciones, y que es mejor seguirlas y encauzarlas que ir contra ellas, cosa por otra parte imposible. El propio Tomás de Aquino las aludía en un célebre pasaje frecuentemente repetido9. Pero hemos de apuntar que en él no se refiere a la «totalidad» de las inclinaciones que pueden aparecer en la naturaleza, sino a «algunas» de ellas que le parecían especialmente significativas. No dice, por tanto, que las inclinaciones sean la fuente de la moralidad. Hace una «selección». Y la hace, en nuestra opinión, para mostrar que no hay ruptura, sino continuidad, entre naturaleza y espíritu, entre inclinaciones naturales y moralidad. Lo cual es muy cierto. Pero la naturaleza humana, una vez caída, manifiesta inclinaciones de muy distinto signo. De ahí que haya que hacer una selección, y Tomás la hizo. Nos interesa subrayar que el hecho de hacerla significa que para ello se ha de utilizar la razón.
Por tanto hay que decir que no es la naturaleza física, ni tampoco sus inclinaciones, las que determinan la moralidad, sino la razón. La razón es parte definitiva y definitoria de la naturaleza particular del hombre. De hecho, entre las inclinaciones que señala el de Aquino está la de buscar la verdad. Por tanto, la naturaleza humana es una naturaleza «racional», y es en la razón donde hay que buscar la moralidad. La razón pone orden en el espíritu y en el cuerpo de acuerdo con los fines que ella misma descubre en el hombre. No es que invente, en el sentido más vaporoso e imaginativo del término, sino que encuentra. En definitiva, la naturaleza física no es contraria a la razón. Por el contrario, la razón la comprende, controla y encauza10.
Ahora bien, ¿qué es, exactamente, la razón? A veces, como ocurre en el tratado de Moral de la Suma Teológica, y continúa sucediendo en la filosofía moderna y actual, se llama razón a toda la capacidad de entender del hombre11. Pero esto es exagerado porque es tomar una parte por el todo. El hombre es ciertamente racional, pero no sólo, como vamos a ver. El primer uso que se hizo del término razón es más modesto. En concreto, se la entiende como la segunda función que ejerce la única facultad de entender del hombre, siendo la primera la de la inteligencia12. Como sabemos, el conocimiento humano comienza por los sentidos. Mediante los externos captamos indicios de una realidad exterior a nosotros, que comenzamos a interiorizar. A partir de ese momento, los sentidos internos diseccionan con detenimiento los datos obtenidos por los externos y añaden detalles que solo ellos son capaces de captar. Mientras tanto, la inteligencia se muestra pasiva, es solo una posibilidad de conocer. Cuando un acto intelectual –el del intelecto agente-, ilumina la especie sensible, la inteligencia ejerce en acto su capacidad de conocerla. Después de la inteligencia, la razón comienza su tarea organizativa, separando y uniendo las especies que la inteligencia le entrega con el fin de sacarle más partido a los objetos conocidos13. Para este menester necesita seguir asistida por la iluminación del intelecto agente, puesto que hemos dicho que inteligencia y razón no son sino aspectos de una misma facultad14.
Como puede verse, es importante entender el papel de la razón en su justa medida. No parece prudente adjudicarle a ella todo el poder del conocimiento humano. Su capacidad proviene del hombre, de la persona, al que pertenecen ella, los sentidos y el mismo intelecto agente. La razón es solo un instrumento, un momento de este proceso.
Se está de acuerdo en afirmar que el hombre descubre la verdad mediante la inteligencia y la razón. Pero, entonces, ¿qué facultad descubre el bien, al que apunta la ley natural? Algunos autores dijeron que el hábito de sindéresis indicaba el bien o el mal moral. «Desaparecida» la sindéresis, ¿quién nos los podrán mostrar? ¿Quizás la misma verdad? La verdad es resultado del conocimiento especulativo o teórico de la razón. Siendo esto así, ¿puede ser la verdad teórica el fundamento del bien práctico? En el caso de Dios no hay duda, Él es verdad y bondad plenas15. Pero en el caso del hombre nace la duda. Verdades hay muchas pero ni todas se llevan a la práctica, ni todas son convenientes. ¿Por qué unas sí lo son y otras no? Esta es la cuestión. Por ejemplo, llegamos a saber que una sustancia es venenosa: pero este conocimiento verdadero no la convierte en inocua para la salud; sigue en pie que no se debe tomar ningún veneno. Sin embargo, conocimientos tomados a la ligera como verdaderos, fueron habitualmente aceptados como buenos, en concreto en el periodo de la Ilustración. Y ese mismo error continúa en vigor hoy día, cuando se afirma, por ejemplo, que las verdades de la ciencia son, por eso mismo, buenas. Pero en estos casos se está confundiendo la ontología con la ética. Que el hombre obtenga ideas es algo bueno, desde el punto de vista del ser, o de su actividad, o de la ontología, o de la existencia. Pero eso no quiere decir que todas ellas posean la bondad moral. Ahora bien, si no es la verdad, ¿qué podrá indicarnos el bien y el mal?
Algunos autores piensan que la razón es el origen de sus propios principios. Pero, si nos atenemos a lo anterior, la razón ni siquiera interviene en la formación de las ideas, porque las recibe de la inteligencia. Tampoco es que sea ésta el origen de ellas. El principio remoto de las ideas conocidas es la realidad física de donde se toman. Pero también el cognoscente es una realidad, principio de la capacidad de conocer que posee. Y de este modo es como hay que considerar a la sindéresis, como el principio que, siendo hábito natural, activa las facultades cognoscitivas de la inteligencia. De este modo se vence el racionalismo, mostrando que la razón necesita principios externos para ser ejercida16.
Tampoco parece que nos pueda ayudar la noción de valor. ¿Puede darse un conocimiento directo de los valores? Hasta ahora no ha sido mostrado de manera convincente. Más bien parece que el valor solo puede ser reconocido en un inter-esse, esto es, en medio de un conjunto de ideas entre las que se elije mediante la aplicación de lo que llamamos, precisamente, un interés. ¿Qué añade a la verdad el valor? Una preferencia subjetiva, una elección. Federico Nietszche pedía cambiar los valores de la cultura para renovarla. Todo esto es propio de la filosofía práctica: una vez que se elige un fin, entre otros posibles, y unos medios, entre una multitud, se defienden entre todos los demás. Se prefieren los elegidos en relación a otros porque se les da un mayor valor. Apuntemos, de pasada, que en teología moral es fácil aceptar la existencia de unos valores, porque los hay: se aprecian en mucho los principios revelados –los mandamientos, por ejemplo-, más que los que no lo son.
Examinemos por un momento algo que, en el mismo sentido, nos enseña la teología moral. Nos informa de que hay un realidad superior al hombre, la sabiduría divina, que le comunica algo en su interior. Según Tomás de Aquino, “la ley eterna no es otra cosa que la razón de la divina sabiduría, en cuanto que es directiva de todos los actos y mociones”17. Y, por su parte, “la participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural”18. Por tanto, el hombre tiene acceso a unos principios que le vienen de fuera, otorgados por la sabiduría divina. ¿Estamos de nuevo ante la dualidad principio activo (la sabiduría divina) – y principios formales, lo que ella le entrega? Sin duda, pero históricamente la atención se volcó sobre la segunda parte, en los principios formales.
Se entendía que Dios creó al hombre según las leyes de la creación, y la sabiduría divina le hizo partícipe del conocimiento de esas leyes para que dirigiese su actividad. No parece que el conocimiento que le otorgara fuera total, porque entonces el hombre sería igual a Dios, sino que le da un conocimiento parcial, limitado. Ahora bien, ¿de qué parte de la totalidad se trata? ¿El conocimiento de parte, o el conocimiento difuso del todo, se puede considerar propiamente un verdadero conocimiento? Estas preguntas nos introducen en un problema similar al que nos llevaba la teoría platónica de las ideas19. Por eso conviene recordar la solución que le dio Aristóteles y que consistió, básicamente, en exponer el proceso abstractivo del conocimiento. Según este proceso, las ideas no son actos, por lo que el conocimiento humano no es pasivo, intuitivo, mero receptor. A las ideas se llega mediante la actividad de la inteligencia. No están formadas, no existen por sí mismas, sino que el hombre las va configurando según avanza su conocimiento.
Quién está en acto es el intelecto, en concreto el intelecto agente. Esta solución del Estagirita la aceptó plenamente Tomás de Aquino, hasta el punto que él mismo afirmó, más de una vez, que la participación de la ley eterna le llegaba al hombre por la vía del acto desde el acto de la creación: “La luz de la razón natural, por la que discernimos lo que es bueno y malo, que pertenece a la ley natural, no es otra cosa que la impresión de una luz divina en nosotros”20. La luz simboliza, primeramente, el acto de entender, que se ha llamado repetidamente chispazo procedente de la luz divina, scintilla animae. Así se ha llamado históricamente a la sindéresis. De este modo, porque se participa primeramente del acto, y no de las ideas, se puede llegar poco a poco, contando con la capacidad humana, pero también con su limitación, a un conocimiento formal progresivamente más perfecto, proceso en el que interviene decisivamente la razón21. De este modo, ya tenemos establecida de nuevo la relación principio-principios.
Terminamos este paréntesis que nos ha llevado a recordar la historia y la significación de la sindéresis. Esta palabra fue utilizada por el exégeta S. Jerónimo, que la tomó de filosofías anteriores. Su significación, “yo vigilo”, alude al acto, por una parte; y, por otra, a la atención continúa que ejercía sobre los contenidos. Por tanto, la sindéresis era un acto portador de contenidos, principio de principios. Si, como decía Tomás de Aquino, este hábito contenía incoados los preceptos de la ley natural que luego debía explicitar la razón, la sindéresis era una firme candidata para ser entendida como principio de la ley moral. Sin embargo, incomprensiblemente cayó en el olvido22. ¿Ese olvido ha de ser definitivo? Creemos que no.
El motivo para que no sea olvidada reside, como hemos indicado más arriba, en la conexión directa que tiene este hábito con el intelecto agente23. Según Tomás de Aquino es un hábito natural, es decir un hábito innato, no adquirido24. Ya la tradición aristotélico-tomista reconocía la capacidad que otorgaban al hombre ciertos hábitos superiores, como el hábito de los primeros principios y el de sabiduría, de los que Tomás de Aquino trata profusamente en el Comentario a la Ética a Nicómaco. Ambos ponen en contacto al hombre, al entender humano personal, a su intelecto agente, con los máximos misterios de la realidad. Porque la persona no se agota en el conocimiento de lo material.
En rigor, tenemos que considerar como principios del conocer: la realidad exterior al hombre y la realidad en que él consiste como persona, de las que hemos hablado. Pero hemos de añadir la realidad más radical que es la divina, que es la que explica tanto la existencia del cosmos como la de la persona humana cognoscente. El ser humano se encuentra entre ambas realidades, abierto a la comprensión de las dos. Si hay una apertura hacia el exterior, hacia la tierra y el universo, también hay una apertura interior, íntima, para comprenderse a sí mismo. Esa apertura, como muestra la más reciente antropología25, es trascendental, y nos guía hacia lo trascendente, hacia las realidades superiores, hacia la divinidad e incluso hacia las personas divinas. De ahí es de donde se toman los primeros principios absolutos.
La razón y la ley natural
Nos proponíamos indicar que la ley natural posee un principio y unos principios que deben ser estudiados a fondo, porque son los que han de prestar solidez y claridad a la actividad del hombre. Era lo que quería, entre otros, Tomás de Aquino. Los necesita la razón, instrumento que ordena toda formalidad, teórica y práctica. Por tanto, también la ciencia, en su momento inventivo y en su aplicación al mundo, tanto al humano como al físico. La razón es el instrumento adecuado para acoger, desarrollar, explicitar y difundir los contenidos de la ley natural a través del pensamiento y de la ley humana26. Es un instrumento excelente con que el hombre cuenta para conformar sus ideas y adecuarlas a sus auténticos fines. Como reconoce Tomás de Aquino: “la razón es regla y medida de todos los actos humanos”27.
Nos parece que así hemos avanzado en la distinción entre el acto y la potencia, entre el esse y la essentia, en el seno de la naturaleza humana. Y ello nos lleva a afirmar con seguridad que la razón posee los principios de la ley natural, pero no como originados en ella o por ella, sino en cuanto recibidos de otro. ¿Quién es ese otro? La sindéresis, luz habitual del intelecto agente. Portadora, como acto dependiente del entender humano, de los principios más altos que este alcanza a comprender28.
De este modo, hacemos también justicia a cuantos defienden que la razón contiene y muestra la ley natural. Claro que sí, pero el principio de su llegada a la razón es el acto del intelecto agente, o entender humano, a través del hábito de sindéresis. Que no puede considerarse una luz aséptica, o amorfa, sin contenido. No lo es, porque con su luz comunica los principios de la ley natural a la razón, que es quien los explicita, ordena y aplica, como queda dicho. De esta manera, los principios incoados en el principio habitual se vierten en la naturaleza humana a través de la razón.
Verdaderamente se puede decir que la persona posee unos principios de ley natural, porque el entender personal es en definitiva el principio que dota a la naturaleza de principios: por lo que se pueden decir suyos, naturales, principios de la naturaleza. De este modo queda patente la grandeza del ser personal y la unidad que promueve en su naturaleza y en sus obras, ya sean técnicas, artísticas o culturales. De este modo conforma su «mundo» personal, el entorno que le acompaña en su inmersión en la vida temporal.
Francisco Molina
Doctor en Filosofía
1 TOMAS DE AQUINO, Q. D. de Veritate, q. 16, a. 2. El tratado de este autor sobre la sindéresis puede encontrarse, sobre todo, en el comentario a las sentencias, II Sent. d. 24, q. 2, a. 3 y 4.
En la cuestión disputada sobre la verdad, De Verit., d. 16, a. 1, 2 y 3. Y en la Suma Teológica, S.Th., I, 79, 12 y I-II, 94, 1-6. En S.Th. I-II,94,1, dice que propiamente la ley natural no es hábito, sino algo constituido por la razón, pero que puede llamarse hábito en cuanto que está guardada en la sindéresis. Y en la respuesta ad 2, dice algo parecido de la sindéresis: no es ley, pero se la puede llamar así por contener la ley natural.
2 “Synderesis dicitur lex intellectus nostri, inquantum est habitus continens praecepta legis naturalis, quae sunt prima principia operum humanorum”, S.Th, I-II, 94,1 ad 2.
3 Serán la regla que medirá según cierta proporcionalidad las acciones humanas: cfr. S.Th., I-II, 90, 1.
4 Vid. S.Th., I-II, 53, 1; De Veritate, q. 16, a. 3. 2
5 Vid. F. MOLINA, “El yo y la sindéresis”, Rev. Studia Poliana, 2000, 35-60.
6 En otra ocasión, ante la dificultad de armonizar el conocimiento universal y el singular, había terminado escribiendo: “non enim proprie loquendo, sensus aut intellectus cognoscunt, sed homo per utrumque”, 11 De Verit., q.2 a.6 ad 3. También ahora podría haber encontrado una solución parecida, pero su reacción fue esta vez más tajante: suprimir una de las partes.
7 Escribirá que la razón teórica se hace práctica cuando se orienta hacia el fin, o cuando elige unas verdades como bienes, o cuando se aplica a la obra. Bien, pero ¿quién decide todo eso? Nos parece que todo estos temas deben ser nuevamente estudiados desde la la sindéresis.
8 El seguimiento de este planteamiento puede seguirse en E. ROMMEN, Derecho natural. Historia-Doctrina. México 1959.
9 S.Th., I-II, 94, 2.
10 “Ad legem naturae pertinent ea ad quae homo naturaliter inclinatur; inter quae homini proprium est ut inclinetur ad agendum secundum rationem, S.Th., I-II, 94, 4.
11 También en los Comentarios a la Ética nicomaquea y, más adelante, en la época ilustrada y en la romántica. Del mismo modo se suele contraponer la razón a la fe sin ningún matiz cuando, de modo riguroso, habría que aceptar que también la fe ha de utilizar la razón. Así se reconoce, por ejemplo, en la encíclica de Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 35.
12 Tomás de Aquino emplea el término intelecto para referirse a la facultad, como posibilidad de conocer, e inteligencia al conocimiento en acto. Nos parece que habría que inventir el uso. Intellectus, es un participio, un verbo, y alude mejor al acto; mientras que intelligentia es un sustantivo, que resulta más propio emplearlo como sinónimo de facultad, que es algo estable.
13 “Intelligere enim est simpliciter veritatem intelligibilem aprehendere. Ratiocinari autem est procedere de uno intellecto ad aliud, ad veritatem intelligibilem cognoscendam”, S.Th, I, 79, 8.
14 “Una potencia no puede funcionar sola. Por tanto, si el intelecto agente no acompaña a la inteligencia no puede ser operativamente infinita”, cosa que ocurre con el ejercicio de la razón y de los hábitos, aunque no nos introduciremos en esa temática. La cita es de L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, III, Eunsa, Pamplona 1984, 12.
15 Únicamente en Dios coincide el Ser y el Bien en todas sus consideraciones, también morales.
16 En las diatribas de Grisez y Finnis sobre el proporcionalismo se observa un esfuerzo racional ingente para rebatirlo, y otro esfuerzo similar para construir una moral racional. Pero, a pesar de que no se diga expresamente, se adivina en el fondo el papel orientador de los mandamientos revelados. Cfr. E. MOLINA, La Moral entre la convicción y la utilidad. La evolución de la Moral desde la manualística al proporcionalismo y al pensamiento de Grisez-Finnis, ed. Eunate, Pamplona 1996.
17 S.Th., I-II,93,1.
18 Ibíd., I-II,91,2.
19 A lo largo de la historia una serie de moralistas pensaron que las ideas platónicas residían en la mente divina, reproduciendo así el problema de cómo participamos de su conocimiento.
20 Ibíd., I-II,91,2. La ley natural “no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios otorgó esta luz y esta ley en la creación”, TOMÁS DE AQUINO, In duo praecept caritatis et in decem legis pracepta. Prologus: Opuscula theologica II, n. 1129 . Ambas son las únicas citas de autoridad utilizadas por Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor, n. 12, al aludir a la procedencia de la ley natural.
21 Para Tomás de Aquino, la iluminación de la sindéresis “est aliud a superiori parte rationis, quia est supra totam rationem”, In II Sent., dis. 39, q. 3, a. 1 ad 2.
22 Una breve historia de este hábito en F. MOLINA, La sindéresis, Cuaderno de Anuario Filosófico, n. 82, Pamplona 1999.
23 Como el hábito de los primeros principios, la sindéresis procede “ex ipso lumine intellectus agentis”, In II Sent., dis. 24, q. 2, a.3.
24 “Synderesis non est potentia sed habitus (...) Unde et principia operabilium nobis naturaliter indita,
25 Por ejemplo, de L. POLO.
26 Por tanto, a ella le corresponde también recibir los principios que encontramos desarrollados en la Revelación y que se conocen con el nombre de Mandamientos, de los que se dice que son ley natural revelada. Los recibe y elabora teológicamente y deberá compararlos con los principios a los que pueda llegar una antropología trascendental.
27 S.Th., I-II, 90, 1.
28 “Quia cum sit in actu eius substantia, statim quantum est in se, concomitatur ipsam actio. Quod non est de intellectu possibili, quia non habes actiones nisi postquam fuerit factus in actu”, S.Th., I, 54, 1 ad 1.
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